FLORILEGIO
III
GABRIEL MIRÓ
III
GABRIEL MIRÓ
Esta semana nos adentraremos en un texto del escritor alicantino
Gabriel Miró, un orfebre de la palabra y del estilo, que construyó todo su
mundo novelístico en torno a una pasión estética y moral de la vida que le
llevó a vivir apartado de los cenáculos literarios, disfrutando, en su tramo
final –nos lo apartó una muerte, como casi todas, absurda- del paisaje
mediterráneo de Polop. Un novencentista (también se le ha adscrito a la “generación
del 14”) culto, cuidadoso, que nos atrae con la composición de escenas
novelísticas en las que combina la memoria autobiográfica con la ficción romancesca,
creando lo que el investigador de la literatura Ricardo Gullón llamó “novela
lírica” o “novela poemática”. El personaje de este fragmento, Sigüenza, lo
vemos aparecer en una trilogía formada por Del vivir (1904), Libro de
Sigüenza (1917) y Años y leguas (1928).
Feliz lectura.
LA
CIUDAD
Algunas mañanas, cuando
sale Sigüenza, halla que la ciudad es más grande y poderosa que otros días;
parece que sólo ella quepa en la mañana. La ciudad retiembla, hierve, resuena y
abrasa con un ímpetu que no encuentra anchura donde expansionarse, con una impaciencia
que se devora a sí misma mitológicamente para crecer más con su hambre y su
mantenencia. Y nosotros, y los árboles, y los pájaros, y el aire, todo, todo es
ciudad, todo participa de su fragor y de su dureza. No tiene paisaje ni cielo;
no la rodea la creación. Está ella sola.
Se oye el silbo de un
tren. Un tren nos presenta siempre evocaciones campesinas. A Sigüenza le
emocionan más las beldades que viajan que las de los saraos y teatros, por el
misterio de las mujeres viajeras, por la melancólica idea de que no las
volveremos a ver y porque esas mujeres viajeras, aunque no se asomen al camino,
pasan sobre fondos de naturaleza. Las mujeres debieran amar el campo siquiera
agradecidas de lo que el campo las favorece. Una mujer de espíritu patricio que
huela a campo, que tenga la luz y el aliento del paisaje en su mirada, en sus
cabellos, en su carne, en sus ropas, en toda su figura, es una vida tan
primitivamente sagrada y triunfal, que, siendo ella, es a la vez un resumen de
las gracias femeninas, y rinde con una dulce gloria al hombre. La mujer tiene
entonces encanto de diosa; el velo de lo sagrado ha sido siempre la inquietud
tentadora del hombre. Lo sagrado sin tentaciones que remediar se hallaría en
una tristeza y soledad divinas inconcebibles...
Pero no ha de ataviarse
el espíritu con naturaleza como se adorna un sombrero con frutas y flores y
aves, porque hay el riesgo de que el tocado resulte demasiado geórgico...
...Aquel tren, aquel
silbo del tren de la mañana llena, embebida de ciudad, no fue para Sigüenza el
tren que se desliza y grita gozosamente sobre tierras praderosas, encima de los
ríos, bajo los pinares, junto al mar; el silbo de ese pobre tren era un lamento
de opresión de muros altos, como si se arrastrase hosco y desgraciado por las entrañas
de un túnel eterno de hullas...
¡Esos días en que la
ciudad domina a los hombres que la crearon!... No se oye la voz humana. La
ciudad se levanta pesada y enorme de un silencio, que es un silencio de
estruendo, de fuerza y de prisa...
...Y otras mañanas sale
Sigüenza y ve que la ciudad se ha dulcificado. El cielo la ampara como a una
masía. La ciudad no se adueña del hombre, sino que el hombre la sella con su
vida.
Entra Sigüenza en una
calle pulida, que recibe una brisa y claridad suaves, como si llegaran por una
entornada celosía. Las celosías entornadas conservan siempre la solicitud y
ternura de una mano. Esa mañana, los edificios no ostentan la crudeza de un
estilo arquitectónico de una pobre vanidad, pero necesario para vecinos de la
misma arquitectura, sino que todas las líneas y todo el frenesí de cantería se
funden en un conjunto bondadoso y dulce. Los balcones no cuelgan sobre árboles
de Ordenanzas municipales, sino encima de frondas de jardines que todavía
retienen gotas diamantinas de lluvia. Hay un balcón entreabierto. Un balcón
abierto «del todo» quizá fuese de una llaneza demasiado vulgar o de una ansia
desdichada de oreo, como si hubiera habido un cadáver en la estancia. Por
fortuna, aquel balcón estaba entreabierto. No se menoscaba la acendrada y
discreta intimidad de la casa y de la calle. Sigüenza sólo puede ver un apagado
oro de los artesones, los graciosos pliegues de un terciopelo, la silueta de
una consola y un búcaro con unas rosas de la víspera que ya languidecen y van
entregando todo el olor de su vida. Una gentil señora que no saldrá de casa,
que se siente como si fuera otra rosa de la víspera, se acerca al pomo de
flores y las mira y las huele con tan intenso y sutil ahínco que debe
conmoverse todo su cuerpo lo mismo que el de aquella señora que al aspirar
algunos aromas se ruborizaba como si hubiese cometido un pecado mortal...
...Llega Sigüenza a una
calle honda, envejecida, trabajada. Hay una tienda de herbolario que nos da un
aliento marchito de serranía. Toda la calle está para Sigüenza en el obscuro
reposo de la tiendecita. Es de un viejo mercader descolorido y apesadumbrado;
parece que al vender los atadijos de las hierbas remediadoras se incorpore los
males de los otros. No creerá en nada más que en virtudes humildes. En sus
soledades contempla y toca paternalmente los potes y tarros que guardan
gálbulos de ciprés, almendras amargas, sésamo, alpiste, flores de árnica, de
cantueso, hojas de eucaliptos y unas barritas negras de regalicia. ¡Oh, la
regalicia, la regalicia compuesta! ¡Cuando él era muchacho!... Y recordándolo
el viejo herbolista, descansa su pálida frente en el vidrio verdoso de la
cancela. Entonces lo ha visto Sigüenza esfumándose en la foscura del
interior...
...Y ahora cruza una
calle erguida, espléndida, cabal; no ha de ser sino lo que ya es. Las gentes no
pasan, la pasean. Sigüenza se cree en presencia de un hombre perfecto, de un
hombre que hubiese acabado la formación de sí mismo como se acaba una carrera,
la carrera de abogado. A un hombre perfecto le sobrará vida; ha menester un
casino, un club de almas célibes, elegantes y ociosas donde pierda la
perfección. Porque la perfección consiste en perfeccionarse; es una cumbre que
tiene siempre al lado otra eminencia un poquito más alta. De modo que quizá el sabor
y contento del perfeccionarse sólo puede sentirse pecando alguna vez en las
distintas categorías de excelsitud a que se vaya subiendo. Nuestra fragilidad
es un motivo para reconciliarnos y depurarnos. El salvaje comete las más
Horrendas ferocidades sin pecar, con ánimo sencillo y recto, casi lo mismo que
algunos varones que han terminado su carrera.
...Y Sigüenza no pasa
más calles. Otra vez comienza a hincharse la ciudad, a estar sola en el día, a
ser toda de piedra, de polvo, de ruido. Un jirón de ropa estrangula el verdor
tiernecito, primaveral de un árbol. El cielo es de humo... Y lejos, el azul se
tiende amorosamente sobre el paisaje...