domingo, 26 de enero de 2014

FLORILEGIO

III



GABRIEL MIRÓ




Esta semana nos adentraremos en un texto del escritor alicantino Gabriel Miró, un orfebre de la palabra y del estilo, que construyó todo su mundo novelístico en torno a una pasión estética y moral de la vida que le llevó a vivir apartado de los cenáculos literarios, disfrutando, en su tramo final –nos lo apartó una muerte, como casi todas, absurda- del paisaje mediterráneo de Polop. Un novencentista (también se le ha adscrito a la “generación del 14”) culto, cuidadoso, que nos atrae con la composición de escenas novelísticas en las que combina la memoria autobiográfica con la ficción romancesca, creando lo que el investigador de la literatura Ricardo Gullón llamó “novela lírica” o “novela poemática”. El personaje de este fragmento, Sigüenza, lo vemos aparecer en una trilogía formada por Del vivir (1904), Libro de Sigüenza (1917) y Años y leguas (1928).
Feliz lectura.








LA CIUDAD


Algunas mañanas, cuando sale Sigüenza, halla que la ciudad es más grande y poderosa que otros días; parece que sólo ella quepa en la mañana. La ciudad retiembla, hierve, resuena y abrasa con un ímpetu que no encuentra anchura donde expansionarse, con una impaciencia que se devora a sí misma mitológicamente para crecer más con su hambre y su mantenencia. Y nosotros, y los árboles, y los pájaros, y el aire, todo, todo es ciudad, todo participa de su fragor y de su dureza. No tiene paisaje ni cielo; no la rodea la creación. Está ella sola.
Se oye el silbo de un tren. Un tren nos presenta siempre evocaciones campesinas. A Sigüenza le emocionan más las beldades que viajan que las de los saraos y teatros, por el misterio de las mujeres viajeras, por la melancólica idea de que no las volveremos a ver y porque esas mujeres viajeras, aunque no se asomen al camino, pasan sobre fondos de naturaleza. Las mujeres debieran amar el campo siquiera agradecidas de lo que el campo las favorece. Una mujer de espíritu patricio que huela a campo, que tenga la luz y el aliento del paisaje en su mirada, en sus cabellos, en su carne, en sus ropas, en toda su figura, es una vida tan primitivamente sagrada y triunfal, que, siendo ella, es a la vez un resumen de las gracias femeninas, y rinde con una dulce gloria al hombre. La mujer tiene entonces encanto de diosa; el velo de lo sagrado ha sido siempre la inquietud tentadora del hombre. Lo sagrado sin tentaciones que remediar se hallaría en una tristeza y soledad divinas inconcebibles...
Pero no ha de ataviarse el espíritu con naturaleza como se adorna un sombrero con frutas y flores y aves, porque hay el riesgo de que el tocado resulte demasiado geórgico...
...Aquel tren, aquel silbo del tren de la mañana llena, embebida de ciudad, no fue para Sigüenza el tren que se desliza y grita gozosamente sobre tierras praderosas, encima de los ríos, bajo los pinares, junto al mar; el silbo de ese pobre tren era un lamento de opresión de muros altos, como si se arrastrase hosco y desgraciado por las entrañas de un túnel eterno de hullas...
¡Esos días en que la ciudad domina a los hombres que la crearon!... No se oye la voz humana. La ciudad se levanta pesada y enorme de un silencio, que es un silencio de estruendo, de fuerza y de prisa...
...Y otras mañanas sale Sigüenza y ve que la ciudad se ha dulcificado. El cielo la ampara como a una masía. La ciudad no se adueña del hombre, sino que el hombre la sella con su vida.
Entra Sigüenza en una calle pulida, que recibe una brisa y claridad suaves, como si llegaran por una entornada celosía. Las celosías entornadas conservan siempre la solicitud y ternura de una mano. Esa mañana, los edificios no ostentan la crudeza de un estilo arquitectónico de una pobre vanidad, pero necesario para vecinos de la misma arquitectura, sino que todas las líneas y todo el frenesí de cantería se funden en un conjunto bondadoso y dulce. Los balcones no cuelgan sobre árboles de Ordenanzas municipales, sino encima de frondas de jardines que todavía retienen gotas diamantinas de lluvia. Hay un balcón entreabierto. Un balcón abierto «del todo» quizá fuese de una llaneza demasiado vulgar o de una ansia desdichada de oreo, como si hubiera habido un cadáver en la estancia. Por fortuna, aquel balcón estaba entreabierto. No se menoscaba la acendrada y discreta intimidad de la casa y de la calle. Sigüenza sólo puede ver un apagado oro de los artesones, los graciosos pliegues de un terciopelo, la silueta de una consola y un búcaro con unas rosas de la víspera que ya languidecen y van entregando todo el olor de su vida. Una gentil señora que no saldrá de casa, que se siente como si fuera otra rosa de la víspera, se acerca al pomo de flores y las mira y las huele con tan intenso y sutil ahínco que debe conmoverse todo su cuerpo lo mismo que el de aquella señora que al aspirar algunos aromas se ruborizaba como si hubiese cometido un pecado mortal...
...Llega Sigüenza a una calle honda, envejecida, trabajada. Hay una tienda de herbolario que nos da un aliento marchito de serranía. Toda la calle está para Sigüenza en el obscuro reposo de la tiendecita. Es de un viejo mercader descolorido y apesadumbrado; parece que al vender los atadijos de las hierbas remediadoras se incorpore los males de los otros. No creerá en nada más que en virtudes humildes. En sus soledades contempla y toca paternalmente los potes y tarros que guardan gálbulos de ciprés, almendras amargas, sésamo, alpiste, flores de árnica, de cantueso, hojas de eucaliptos y unas barritas negras de regalicia. ¡Oh, la regalicia, la regalicia compuesta! ¡Cuando él era muchacho!... Y recordándolo el viejo herbolista, descansa su pálida frente en el vidrio verdoso de la cancela. Entonces lo ha visto Sigüenza esfumándose en la foscura del interior...
...Y ahora cruza una calle erguida, espléndida, cabal; no ha de ser sino lo que ya es. Las gentes no pasan, la pasean. Sigüenza se cree en presencia de un hombre perfecto, de un hombre que hubiese acabado la formación de sí mismo como se acaba una carrera, la carrera de abogado. A un hombre perfecto le sobrará vida; ha menester un casino, un club de almas célibes, elegantes y ociosas donde pierda la perfección. Porque la perfección consiste en perfeccionarse; es una cumbre que tiene siempre al lado otra eminencia un poquito más alta. De modo que quizá el sabor y contento del perfeccionarse sólo puede sentirse pecando alguna vez en las distintas categorías de excelsitud a que se vaya subiendo. Nuestra fragilidad es un motivo para reconciliarnos y depurarnos. El salvaje comete las más Horrendas ferocidades sin pecar, con ánimo sencillo y recto, casi lo mismo que algunos varones que han terminado su carrera.

...Y Sigüenza no pasa más calles. Otra vez comienza a hincharse la ciudad, a estar sola en el día, a ser toda de piedra, de polvo, de ruido. Un jirón de ropa estrangula el verdor tiernecito, primaveral de un árbol. El cielo es de humo... Y lejos, el azul se tiende amorosamente sobre el paisaje...

lunes, 20 de enero de 2014

FLORILEGIO
II


RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO


(El joven Sánchez Ferlosio, junto a su mujer, 
por entonces, Carmen Martín Gaite)



La segunda entrega de este Florilegio literario corresponderá a uno de los mejores narradores y ensayistas españoles del siglo XX (y XXI, ya que aún tenemos la suerte de contarlo entre nosotros, aportándonos, aunque sea esporádicamente, algunas de sus excelentes prosas en los periódicos): Rafael Sánchez Ferlosio. Este escritor, integrante de la llamada “generación del 50”, nació en Roma en el año 1927, adonde por entonces se encontraban su padre, Rafael Sánchez Mazas –escritor y corresponsal de ABC- y su madre, Liliana Ferlosio. Hemos elegido el capítulo XVIII de su primera obra, publicada en 1951, Industria y andanzas de Alfanhuí. Poco después, editaría su famosa novela El Jarama. Disfrutad con la imaginación y con la pericia verbal de este escritor que recibió en el 2004 el máximo galardón de las letras hispánicas: el premio Cervantes.



De cómo despejó una nieve la melancolía de Alfanhuí

Cuando vino el invierno, Alfanhuí se arrimaba al fuego de la chimenea; se sentaba en un tajo, a la izquierda del fogón, debajo de la campana. Poníase a mirar el fuego y nada decía. El fuego le miraba con su cara. Ojos y boca tenía el fuego. Su boca de dientes de astillas, crepitaba, hablaba. Sobre los ojos del fuego, la frente del maestro. Hablaba el fuego con sus dientes antiguos; componía espigas y las desgranaba. Cada espiga una historia, cada historia una sonrisa. Como puñados de trigo derramados sobre la piedra, volvían del fuego las historias. El eco de las historias duerme en las chimeneas. El viento quiere desbaratarlas. El fuego las despierta. El fuego despertaba la frente del maestro del fondo de la mirada de Alfanhuí. Clara frente. Alfanhuí escuchaba las historias repetidas; recogía el trigo con sus manos, reconocía la voz. Reconocía también, entre el trigo, sus viejas sonrisas. Noches enteras. A bocanadas entraban por el fuego las historias, llenaban la cocina. Ahora el fuego crecía solo, menguaba solo, solo volvía a crecer y solo se apagaba. Alfanhuí miraba y oía. Dejaba de mirar, y ya no oía.

Una noche de frío todos estaban en la cama. Alfanhuí junto al fuego, el aire de la cocina estaba caliente, cargado y esponjoso como un aceite lleno de grumos, que buscaba salir por las rendijas. La cerrazón de la cocina obligaba a las cosas a un sueño turbio y obstinado. Y todo se volvía lleno de calor y de ahogo. Las arañas, los gatos, las carcomas, las hormigas empezaron a removerse como a disgusto, a arañar, yendo y viniendo, buscando respirar en los cuchillos de aire frío de las rendijas. Los gatos andaban de una parte a otra, se encaramaban en las sillas, en la mesa, en las ventanas; daban la vuelta a la habitación junto a las paredes y maullaban bajo, inquietantemente. Alfanhuí miró la habitación, alumbrada por un candil grande. Era toda gris, los gatos grises, el fuego gris, como de una ceniza aceitosa, cerrada. Sólo resplandecía el aire en las rendijas, por donde entraban con fuerza los cuchillos de frío, como queriendo cortar aquella marafia espesa y ciega. Pero se embotaban y se deshacían no lejos de sus resquicios envueltos en el calor, doblados y ablandados como la cera. Alfanhuí se levantó del fuego y puso su oído junto a una rendija. Era una brecha fina, abierta entre los maderos de una ventana. Sintió un soplo dulce y silencioso, blando, constante y resbaladizo, como el tacto de una sábana fría.

Alfanhuí abrió la puerta de la casa. La luz de la cocina salió al campo y la cocina sorbió de la noche como una boca que respira, aspirando largo rato, llenando su pulmón. Se la oyó respirar muy hondo, llenarse de frescura. Alfanhuí estaba parado en el dintel. Fuera había nieve.

Al resplandor de la cocina vino una liebre por el campo y se paró de pinote frente a la puerta, cara a Alfanhuí. Alfanhuí sintió un trallazo en sus músculos y echó a correr por la nieve. La liebre iba saltando delante de él, haciendo cabriolas silenciosas sobre la nieve. Hacia una colina sin árboles corrieron. Todo blanco. Las nubes se habían quitado y hacía luna. Alfanhuí corría, respiraba cuanto quería. Abajo se veía la puerta de la cocina como un fogonazo abierto al campo. Alfanhuí se fue hacia un bosquecillo de chopos pelados que entreveraban la luna con sus varitas. Bajaba el bosquecillo por una ladera muy pendiente. Entre los árboles muy juntos, Alfanhuí y la liebre se pusieron a  jugar, sorteando los chopos, trenzando sus huellas por el suelo nevado. Luego corrieron más lejos, pasaron el cauce, llegaron al molino, del molino a otra colina, la colina a otro bosquecillo, circunvalando la casa, en lo bajo. Ahora daban cara a la trasera y no se veía la luz; pero la luna alumbraba mucho. Así corrieron y corrieron hasta que Alfanhuí se sació de respirar y llenó sus pulmones con el aire de la nieve.

Alfanhuí recogió un brazado de leña nueva, verde y húmeda, y bajó a la casa. Con el rescoldo encendió aquella leña, que chisporroteaba y bufaba, soltando agua y humo como si se negara a arder y acabó dando una llama fría y metálica, con una luz clara y joven, que se movía mucho y alegremente alumbrando toda la cocina. Los gatos, las arañas, las carcomas, las hormigas huyeron.


Alfanhuí, de pie junto a la chimenea, miró la puerta de par en par y vio cómo amanecía sobre campo nevado.
 FLORILEGIO HEBDOMADARIO 
DE LITERATURA ESPAÑOLA

FLORILEGIO
I




Comenzamos este fin de año 2013, concluida ya la primera evaluación, una nueva sección en el Blog de nuestro Instituto. La hemos denominado, por una parte, «Florilegio», ya que consistirá en una selección de fragmentos de la Literatura Española –ya sean líricos, narrativos, dramáticos o ensayísticos-, escogidos de entre las «flores» literarias que nuestra lengua ha ido ofreciendo a sus lectores hace más de nueve siglos. Por otra parte, lleva esta sección el título de «hebdomadario», rescatando de su infrecuencia a un adjetivo de raíz griega cuyo significado es el de «semanal».
De eso, pues, tratará esta sección que ahora inauguramos; de ir ofreciendo, cada siete días, aportaciones sucesivas de fragmentos literarios a nuestros escolares, acercándoles textos de las más variadas épocas, autores y temáticas, añadiendo un grano de arena en la clepsidra de sus conocimientos.
Aprovechando estas festividades, inauguraremos la sección con un fragmento poético de temática navideña, un villancico, perteneciente a la época gloriosa de nuestras letras, a nuestro Siglo de Oro, el XVII, denominado también «Barroco». Su autor fue el toledano Cosme Gómez Tejada de los Reyes, religioso carmelita.

Esperemos que disfrutéis leyéndolo. Y no olvidéis hacerlo en voz alta, como lo requiere toda buena poesía.


¡Feliz Navidad!



COSME GÓMEZ TEJADA DE LOS REYES



—¿A dónde bueno, zagal?
        —A un portal.
—¿Hay algo bueno que ver?
       —Un clavel.
—¿Quién nos le ha brotado agora?
       —El aurora.
—Y ¿de qué color le ha dado?
      —Encarnado.
—Hagamos guirnaldas de flores
 para ir, zagalejo, a Belén;
 que a la rica corona de estrellas
 hoy desluce un hermoso clavel.
 Tan alta grandeza abona
 a un clavel hoy en el suelo,
 que rinde a su luz el cielo
 los astros de su corona.
 Ya es abrasada zona
 la que el hielo hizo cristal.
—¿A dónde bueno, zagal?
        —A un portal.
—¿Hay algo bueno que ver?
       —Un clavel.
—¿Quién nos le ha brotado agora?
       —El aurora.
—Y ¿de qué color le ha dado?

      —Encarnado.
                                             

(Villancico extraído de Noche buena. Autos al Nacimiento del hijo de Dios, 1661.)